Rebelde en el Imperio Romano, mártir del cristianismo, modelo de belleza masculina y musa pecaminosa para monjas, icono sadomasoquista y afiche gay
No era un dios, pero era lo segundo mejor: un santo. San Sebastián, un baby-face de torso desnudo y piel blanquísima que, atado a una antigua columna, se retuerce como un alambre mientras las flechas se hunden en su carne. Desde el Renacimiento hasta el siglo XX –cuando se irguió como santo patrono de la comunidad gay–, la imagen fue explorada por los artistas como excusa para una investigación sobre la anatomía humana (su iconografía construyó e inmortalizó una nueva belleza masculina) y, a la vez, como símbolo de la agonía y el éxtasis. Símbolo que podía ser cargado una y otra vez, como renovándose a cada paso y jamás agotarse. Tan es así que aún hoy sigue circulando.
De una popularidad camp llamativa, San Sebastián, el oficial de la guardia pretoriana que en el siglo III fue condenado por el emperador romano Diocleciano por defender el cristianismo, se ha convertido en el mejor afiche publicitario sobre el deseo homosexual y, a la vez, en un retrato prototípico de lo histérico. El guiño erótico a las flechas que lo penetran, su cabeza echada hacia atrás, su boca entreabierta –mezcla de gemido de dolor y placer–, su mirada hacia el cielo, tentadora, como invitando a probar el hilito de sangre que desde la ingle recorre su pierna. Todo traduce la imagen de un hombre embriagado en el placer de su martirio. Y lo más curioso es que este icono homosexual emerge desde el corazón mismo del cristianismo, el antagonista histórico y más feroz del deseo entre personas del mismo sexo.
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